Hay penas
Hay penas en la vida tan jondas, y yo solita iba diciendo.
Niños sin madre, manos de negro,
manos zurcidas con hebras de hilo viejo, y yo solita iba diciendo.
Penas tan jondas,
jonda y sonora, la estrella de David sin su media luna mora.
Penas que sangran, bocas sin besos.
Penas y peno
y ella volaba y volaba,
y el niño temblaba y temblaba,
su madre se le escapaba,
y yo solita iba diciendo.
y yo solita iba
y yo solita
y yo.
(Violeta Pagán)
No todo el mundo sirve para ser madre. Es un tabú aceptar que hay madres que machacan a sus hijos, que no tienen capacidad para la crianza y que es más real y frecuente de lo que nos gustaría reconocer.
Son madres tóxicas, como les gusta denominarlas en el coaching, madres narcisistas, neuróticas, con complejo de Diana, como dirían en psicodinámica, aunque yo, por mi pasado rockero y sombrío, prefiero llamarlas madres diabólicas, como término complementario al de la madre santa.
Son como la Señora Cretino, o la madre de Matilda, esos odiosos personajes, malvados, mugrientos que hacen la vida imposible a los niños de las obras de Roald Dahl,todo un maestro de la literatura infantil y juvenil, cuya importancia radica en que nunca trató como tontos a los niños ni a las niñas.La cuestión está en el tótem de todos los tiempos: La Madre.
Mamá, madre, la mare, la máma, momaíta de mi vida qué trabajito nos cuesta poner en entredicho esta bendita institución, derribar este mito es todavía pecado mortal y moral.Hay que cumplir el cuarto mandamiento, lo llevamos escrito a hierro:
“Honrarás a tu padre y a tu madre”. Así es de destructivo. Ya lo dijo San Mateo «quien hable mal de su padre o de su madre, que muera”. La verdadera muerte es que los vivos te destierren sin amor.Todo cuanto señalo aquí sobre la Madre, es igualmente aplicable al mito del Padre y la Familia. Ni que decir tiene que tomo partido, definitivamente, por los niños ya tengan cero o una pila de años.
De poco sirve quejarse, es cierto, pero tampoco basta con perdonar.
Lo veo en consulta, en los procesos de desarrollo personal en los que participo.
El perdón sin la comprensión de nuestra historia personal es perverso.
Comprender duele, negarlo no. Evitamos sufrir.Pensamiento positivo, amor universal o meditación, de nada sirve si antes no exploramos con valentía la historia de nuestra infancia y dejamos salir con lucidez el odio y la rabia que la mayoría tuvimos que reprimir para ganarnos el afecto de nuestros padres, y que todavía en la madurez seguimos reprimiendo.
Decía Alice Miller que “El auténtico perdón no bordea la rabia sin tocarla, sino que pasa a través de ella.”
Sólo cuando pueda indignarme por la injusticia que cometieron conmigo, cuando advierta el acoso como tal y pueda reconocer y odiar a mi perseguidor como tal, sólo entonces se me abrirá realmente la vía del perdón. La ira, la rabia y el odio reprimidos dejarán de perpetuarse eternamente sólo cuando la historia de los abusos cometidos en la primera infancia pueda ser revelada. Y entonces se transformarán en duelo y en dolor ante la inevitabilidad del hecho, dejando, en medio de ese dolor, cabida a una verdadera comprensión, a la comprensión del adulto que ha echado una mirada a la infancia de sus padres y, liberado finalmente de su propio odio, es capaz de vivir una empatía auténtica y madura.
Tampoco se trata de culpar a los padres, pero tampoco caer en la inmunidad parental.
Sí, yo solita iba diciendo, madres diabólicas, madres que odian a los niños, y sin embargo están rodeadas de ellos. Nunca lo reconocerán, te harán creer que son buenas, abnegadas y solidarias, que no tienen heridas ni carencias emocionales, aunque le asomen las cicatrices por el cuello.
Manipularán la verdad, aunque vayan a rezar o sean ateas. Hacen de la infancia una pesadilla, de una casa un país en guerra. Los afectos se esquivan, se ocultan, se ignoran, se pervierten como en un campo de concentración, madres que espachurran la autoestima, incluso cuando se lo proponen, hacen desaparecer a sus hijos hasta hacerlos invisibles.
La mayoría de estas madres visten ropa normal y tienen un aspecto muy parecido al de las mujeres normales. Viven en casas normales y tienen trabajos normales.
Por eso son tan difíciles de identificar.
Las madres diabólicas, pensaban que los hijos llegaban para «dar» y «mejorar” su vida de pareja, tener una familia, completarse como mujer y porque era lo que estaba mandado. Cuando descubrieron que los hijos venían a “pedir» (por ejemplo, muchísimo tiempo, esfuerzo, renuncias, responsabilidades, frustraciones), se neurotizaron, entraron en conflicto, no supieron afrontarlo con valentía, ni siquiera comprenderlo, llegaron al desgaste, a las depresiones, a las decepciones y al vacío.
Todo este conflicto fue bullendo y bullendo en el interior de las madres diabólicas, entre idas y venidas del súper. Millones de fajas salieron ardiendo, mientras trabajaban de dependientas o en el estudio de arquitectura. Las ratas chillaban, pero ellas no escuchaban.
Simplemente lo negaron, la piel se les encogía y ellas no comprendían.
Saltaban chispas, se alzaban las llamas y justo cuando el aceite estaba hierviendo, zas! unos huevos para sus hijos diabólicos.
Hay madres que joden a sus hijos, que no son capaces de dar.
Existe un nudo confusional a nivel social, llamamos rico al que tiene dinero, amor al enamoramiento y mamá a cualquier mujer a cargo de un niño.
Hay madres que hieren, madres que no saben besar. Madres que envidian a sus hijas y tratan de anularlas. Madres que ahogan, sobreprotegen y absorben para tratar de limpiar el sentimiento de culpa por no haber deseado tener ese hijo. Madres centradas únicamente en “la fachada”, que exigen a sus hijas que encajen en un molde que ellas mismas han diseñado para exhibirse. Madres que utilizan la enfermedad y el victimismo como principal estrategia de chantaje, madres dependientes que invierten los roles y hacen que sus hijas sean quienes se ocupen de su bienestar físico y emocional. Madres que no escuchan, que no quieren escuchar, madres inmaduras, madres hostiles y sanguinarias.
Llegados a la edad adulta la ley del silencio nos hace olvidar e idealizar nuestra infancia, pensar que lo pasado, pasado está, que no tuvieron la culpa, que lo hacían por nuestro bien, o que lo hicieron lo mejor que supieron. Al menos a algunos les hacían papas con huevos o les llevaban de vacaciones ¿qué más se les puede pedir a una infancia feliz?.
Este autoengaño se ve potenciado por una exigencia de perdón casi universal.
En consulta, en la fase inicial de la terapia, escucho infancias difíciles,personas que han sido víctimas de toda clase de crueldades maternas y paternas, sin embargo, la mayoría de las personas no somos capaces de rebelarnos, ni frío ni calor, los pacientes no le ponen nombre. Este autoengaño hace que se defiendan del dolor del pasado a ciegas, que odien sin poner origen a esa rabia y que disparen dardos de hostilidad sin apuntar al blanco.
Así es cómo se gestan muchas de las neurosis y las psicosis de millones de personas, con todos los sufrimientos y síntomas que conllevan.